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¿Qué vale una vida?


Queridas familias:

En su reciente Mensaje para la Cuaresma, el Papa Francisco nos recuerda el “pecado que lleva al hombre a considerarse el dios de la creación, a sentirse dueño absoluto y a no usarla para el fin deseado por el Creador, sino para su propio interés”. El Papa remarca que esto “lleva a la explotación de la creación, de las personas y del medio ambiente, según la codicia insaciable que considera todo deseo como un derecho y que antes o después acabará por destruir incluso a quien vive bajo su dominio”.

En esta misma línea, C. S. Lewis ya avisaba hace años de los peligros de un progreso técnico implacable que no tiene en cuenta las condiciones de la realidad, en su conocido ensayo La abolición del hombre (Ediciones Encuentro). Así, para “los antiguos hombres sabios”, el problema cardinal hubiera sido “cómo adaptar el alma a la realidad, y la solución fue el conocimiento, la disciplina y la virtud”; sin embargo, para el hombre moderno, que sólo vive limitado por la capacidad de la técnica y de la ciencia aplicada, “el problema es cómo adaptar la realidad a los deseos del hombre: y la solución es una determinada técnica” que cualifica a algunos hombres a “hacer cosas que hasta entonces se habían considerado desplacientes e impías, como desenterrar y mutilar a los muertos”. Esta misma inquietud llevó al padre Kentenich a preguntarse en 1912: “¿Están los pueblos cultos y civilizados suficientemente preparados y maduros para hacer bueno uso de los enormes progresos materiales de nuestros tiempos? ¿O no es más acertado afirmar que nuestro tiempo se ha hecho esclavo de sus propias conquistas?”.

En línea con este planteamiento, últimamente nos encontramos ante actitudes que nos asombran por la crudeza de su falta de humanidad. Hace unas semanas, por ejemplo, un conocido columnista hacía declaraciones en una televisión española que nos herían al cuestionar la supuesta inmoralidad de no abortar a los hijos cuando son diagnosticados de una enfermedad o patología, como el síndrome de Down, ya que estos niños serían, como mínimo, “hijos tontos, enfermos y peores”. Aunque lo fueran, que no lo son, ¿es esto motivo suficiente para matar a alguien? Esta barbaridad, sumada al hecho de que en nuestro país apenas nacen niños con esta condición, nos lleva a preguntarnos: ¿cuál es el valor de la vida humana? ¿Cómo entendemos en el Colegio, en cuanto comunidad que somos, el valor de cada persona?

En pocos días miraremos hacia la Encarnación del Verbo, con motivo de la solemnidad de la Anunciación que celebraremos el 25 de marzo, y encontraremos que Dios no sólo se ha hecho un hombre en plenitud: se ha hecho célula, cigoto, expresión mínima de la humanidad. Con esta ocasión, pensamos en cuántos hombres muy pequeños, como ese Dios-embrión, son arrancados de las entrañas maternas en un acto de violencia inconcebible pero demasiadas veces repetida en nuestro entorno. Se nos conmueve el alma. Y volvemos a respirar viendo las caras alegres y serenas de nuestros hijos, de nuestros alumnos, viéndolos crecer y desarrollarse como no podrán hacerlo todos esos pequeños niños abortados.

Cristo en el Evangelio nos recuerda a los cristianos que somos la sal de la tierra. “Mas, si la sal se desvirtúa, ¿con qué se la salará? Ya no sirve para nada más que para ser tirada afuera y pisoteada por los hombres” (Mt 5, 13). Por esto, queremos que nuestros alumnos asuman su responsabilidad con el mundo; que sean hombres y mujeres fuertes y para los demás. Para ello les ofrecemos nuestras vidas como modelo de compromiso y de donación. Las personas que trabajamos en el Colegio lo hacemos, con nuestra mejor entrega, cada día. Sabemos que vosotros, padres, también.

Renovamos una vez más nuestro empeño en contribuir a mejorar el mundo, en trabajar por restaurar el orden que se ha roto en la Creación. Como nos ha recordado el Papa, esta armonía “está amenazada, hoy y siempre, por la fuerza negativa del pecado y de la muerte”. En el Colegio Nuestra Señora de Schoenstatt queremos que nuestros alumnos encuentren la belleza de su ser personal y de la realidad que los rodea; la coherencia de la mirada creadora de Dios que los ha hecho bien y para el Bien; la Verdad última que encierran todas las cosas y a cuya plenitud ellos son llamados.

Un abrazo,

Pablo Siegrist 

Director