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Crónicas de una peregrinación a Schoenstatt


A veces uno piensa que para encontrarse con Dios hay que ir muy lejos. Y, bueno, no nos equivocamos del todo: nosotros fuimos a Schoenstatt, que tampoco está precisamente al lado del cole. Pero lo que no esperábamos era encontrarnos con algo que parecía tan lejano… y descubrir que ya lo llevábamos dentro. Como decía Ludwig Wittgenstein, “los límites de mi lenguaje son los límites de mi mundo” y, por ello, hay veces que el lenguaje se queda corto o no le hace justicia a una idea que queremos expresar… Pues este es el caso. He pensado mucho en cómo transmitir lo que vivimos en ese lugar para que, de alguna forma, aunque sea rozando la idea con la punta de los dedos, pueda transmitiros lo que ha sido para nosotros esta peregrinación.

Y con ese “nosotros” me refiero al mejor grupo de profesores (y sí, esa “e” es importante porque era el único hombre que decidió embarcarse rodeado de mujeres) acompañados por la hermana Clara, que organizó el viaje con tanto cariño que parecía tener línea directa con la Providencia. Ella y la hermana Camila, con su nivel C2 en guitarra —sí, eso existe—, nos guiaron en cada paso: los maravillosos santuarios, los coloridos bosques otoñales que tanto caracterizan el entorno de Schoenstatt, la tumba del Padre Kentenich… Es imposible no fascinarse con cada rincón y, una vez puesto un pie en ese lugar, en seguida te das cuenta de que allí ocurre algo especial, algo indescriptible.

Si tuviésemos que quedarnos con un solo santuario nos tiraríamos horas en un debate interminable, pero todos coincidimos en que en el original, donde todo empezó hace ya 111 años, aquel 18 de octubre de 1914 en el que el Padre José Kentenich selló la primera Alianza de Amor con un grupo de jóvenes, se respira una atmósfera especial. Estar allí, justo el día del aniversario, fue como viajar al corazón de Schoenstatt. Cada rincón, cada imagen, cada flor, cada bandera, parecía hablarnos del mismo mensaje: “Nada sin ti, nada sin nosotros.”

Conocimos testimonios conmovedores, como el del Padre Ángel, que nos contó cómo el Padre Kentenich educaba “de rodillas”, porque escuchar las confidencias de un alma era, para él, un regalo de la Providencia. Y entendimos que educar no es moldear, sino acompañar; no se trata de hacer copias, sino de ayudar a cada persona a ser ella misma.

Hubo momentos en los que sentíamos que el Padre Kentenich estaba allí, caminando entre nosotros, sonriendo al ver cómo los profes de un colegio en Pozuelo redescubrían su misión como educadores ya que el educador debe transmitir valores, no porque los alcanza, sino porque anhela alcanzarlos todos. Ante su tumba, donde el silencio se vuelve presencia y la presencia se vuelve oración, entendimos lo que él quiso decir con: “Yo conozco a los míos, y los míos me conocen a mí.”

Y entre tanto momento de gracia, también hubo lugar para lo cotidiano y el humor: el intento de probar comida alemana que acabó en un italiano (victoria parcial, diría yo), o aquella excursión culinaria a un supermercado que saqueamos gracias a Susana, o ese ansiado trekking que nos preparó la hermana Clara que nos tuvo como flanes a la hora de preparar la maleta la noche anterior…

Volvimos con el corazón lleno, con la sensación de haber vivido algo más grande que un simple viaje. Fue una victoria, no solo por haber ido, sino por haber comprendido que cada oración, cada gesto, cada detalle del colegio cobra sentido cuando se mira desde allí, desde el “Con María, alegres por la esperanza y seguros de la victoria.”

Porque la victoriosidad no es ganar siempre, sino saber que Dios ya venció. Es educar sabiendo que el amor tiene la última palabra, que vale la pena seguir intentando, escuchando, acompañando… aunque a veces acabes cenando pizza en Alemania.

D. Daniel Muñoz

Profesor de Lengua de la ESO y bachillerato